CONTRALÍNEA
El macartismo fue el exceso antidemocrático de cuando el autoritarismo antirrepublicano (contra sus tradiciones de tolerancia política y plenitud de las libertades constitucionales en la historia estadunidense –que se pueden rastrear en cuatro libros: La inquisición democrática en Estados Unidos, de Cedric Belfrage; Tiempo de canallas: mccarthysmo, de Lilliam Hellman; Joe McCarthy y el mccarthysmo, de Roberta Strauss, y La historia de la libertad en Estados Unidos, de Eric Foner–. Ese macartismo también se expandió en la política mexicana desde tiempos del salinismo hasta ahora con el calderonismo, cuando se persigue a los adversarios usando las declaraciones forzadas de los narcotraficantes para imputarles delitos a los adversarios de la política.
La investigación periodística-jurídica de Keith Rosenblum, No hay acusador ni crimen, pero tú eres culpable, ventila el abuso de los medios de comunicación (en el caso de The New York Times, en 1997) que no contrastan sus reportajes y, no obstante carecer de veracidad, son publicados, y difaman por medio de la calumnia (“así proceden los calumniadores de todo el mundo”, advirtió Voltaire en su Tratado de la tolerancia). Y con ese tema, el gran literato alemán Heinrich Böll nos dejó la novela El honor perdido de Katharina Blum. El macartismo a la mexicana quedó plasmado en “una serie de ocho artículos… que contenían falsas acusaciones lanzadas por reporteros sin ningún conocimiento de primera mano del supuesto delito que pretendían atribuirle al entonces gobernador de Sonora, Manlio Fabio Beltrones Rivera (1991-1997)”.
Sustentada la difamación en “testimonios de terceros”, ahora las confesiones manipuladas de narcotraficantes capturados se usan para tratar de inculpar a críticos y adversarios, como las embestidas al semanario Proceso, hoy por filtraciones amañadas de Calderón y, hace años, por los Foxes. El texto adquiere actualidad, máxime porque cuando arrecia la competencia política-electoral, los calderonistas utilizan esas perversidades con miras a obstruir la participación de los adversarios o enemigos políticos.