El siglo XXI no será dominado por Estados Unidos o China, Brasil o la India, sino por las ciudades. En una era que aparece cada vez más inmanejable, las ciudades y no los Estados se están convirtiendo en las islas administrativas sobre las que se construirá el futuro orden mundial. Este nuevo mundo no es -y no será- tanto una aldea global como una red de aldeas distintas.
El tiempo, la tecnología y el crecimiento poblacional han acelerado masivamente el advenimiento de esta nueva era urbanizada. Más de la mitad del mundo vive ya en ciudades y el porcentaje va en rápido aumento. Pero sólo 100 ciudades dan cuenta del 30 por ciento de la economía mundial y de casi toda su innovación. Muchas son capitales del mundo que han evolucionado y se adaptaron a través de siglos de dominación: Londres, Nueva York, París. La economía de la ciudad de Nueva York por sí sola es mayor que la de 46 naciones subsaharianas sumadas. Hong Kong recibe más turistas anualmente que toda la India. Estas ciudades son motores de globalización y su vitalidad perdurable se basa en el dinero, el conocimiento y la estabilidad. Hoy son verdaderas Ciudades Globales.
Al mismo tiempo una nueva categoría de megaciudades emerge en el mundo. Todo lo que se vio hasta ahora queda empequeñecido por ellas. Un flujo masivo de gente no sólo alimentó el crecimiento de ciudades existentes, también creó otras casi de la nada y a una escala nunca antes imaginada, desde las ciudades factoría de la provincia de Guangdong en China hasta las "ciudades del conocimiento" artificiales que se yerguen en el desierto árabe. El rasgo distintivo de esta nueva era urbana serán las megalópolis, cuya población se mide en decenas de millones, con líneas de rascacielos que se extienden por todo el horizonte.
Ni la política de equilibrio de potencias del siglo XIX ni los bloques de poder del siglo XX sirven para entender este nuevo mundo. En cambio, tenemos que mirar hacia atrás casi mil años, a la era medieval en la que ciudades como El Cairo y Hangzhou eran los centros de gravedad globales y expandían su influencia confiadamente hacia el exterior, en un mundo sin fronteras. Cuando Marco Polo partió de Venecia por el emergente Camino de la Seda, destacó las virtudes, no de los imperios, sino de las ciudades que los hacían grandes. Admiró los viñedos de Kashgar y la abundancia material de Xi´an, e incluso predijo -correctamente- que nadie creería su relato de la riqueza comercial de Chengdu. Es bueno recordar que la Edad Media sólo fue oscura en Europa; en cambio, fue la época de apogeo de la gloria árabe, musulmana y china.
Ahora como entonces, las ciudades son los verdaderos imanes de las economías, las que innovan en materia política y, cada vez más, los motores de la diplomacia. Las que no son capitales actúan como si lo fueran. En este nuevo mundo, las ciudades no obedecen las mismas reglas del viejo compacto de naciones: escriben sus propios códigos de conducta oportunistas, animadas por la necesidad de eficiencia, conectividad y seguridad por encima de todo.