Federico Steinberg/Real Instituto Elcano.
El auge de las potencias emergentes es, posiblemente, el fenómeno más
importante que se ha producido en la economía mundial desde la
revolución industrial. Desde hace dos o tres décadas, un conjunto de
países en vías de desarrollo comenzaron a hacer las cosas bien: zanjaron
sus conflictos armados, mejoraron la calidad de sus instituciones,
invirtieron en capital físico y humano y aprovecharon la apertura de los
enormes mercados de los países avanzados para exportar,
convirtiéndose así en nodos fundamentales de las cadenas de valor
globales. Pasaron así de representar menos del 35% de la producción
mundial a principios de los años noventa a superar el 50% en la
actualidad, modificando la geografía mundial del comercio y las
inversiones y dando lugar a una economía cada vez más multipolar y
desoccidentalizada. Estos cambios no implican que la renta per capita
en estos países se haya acercado todavía al nivel que tienen los
países ricos, ni tampoco que los problemas de pobreza y desigualdad no
sigan siendo importantes. Sin embargo, muchos de los ciudadanos de
los países emergentes tienen desde hace años la certeza de que sus
hijos vivirán mejor que ellos, algo de lo que los europeos y los
estadounidenses ya no están tan seguros.