por Daniel García Sanz.
Según el intelectual y ex-diplomático singapurense Kishore Mahbubani, el mundo atraviesa un momento de inusitada plasticidad, es decir, un periodo de transición en el cual las decisiones que colectivamente se tomen hoy, moldearán el curso de las décadas por venir. Estas decisiones giran alrededor de cómo Occidente, con los Estados Unidos a la cabeza, enfrentará el hecho de que la era de su predominio mundial ha finalizado, dando paso al (re)surgimiento de Asia, particularmente China e India. Las vigentes estructuras e instituciones del orden mundial, dominadas por las potencias occidentales, pierden cada vez más eficiencia, relevancia y legitimidad al no ser representativas de las nuevas realidades del poder global, que se está transfiriendo de manera acelerada de Occidente a Oriente. De cómo respondan las potencias occidentales a este gran acontecimiento, dependerá que el siglo XXI sea uno de paz y estabilidad o uno de caos y conflicto.
Visto desde una perspectiva histórica amplia, el predominio de Occidente resulta ser un corto paréntesis. Es tan sólo con el advenimiento de la Revolución Industrial, que el balance de poder mundial se inclinó hacia Europa y sus vástagos. Ahora, claramente, el mundo está regresando a la milenaria norma histórica, con Asia volviendo ocupar su lugar natural en la jerarquía global de sociedades y civilizaciones. Este último proceso no se ha dado, sin embargo, por el redescubrimiento de alguna fortaleza escondida u olvidada, sino por la exitosa implementación, primero en Japón, luego en los Cuatro Tigres y más recientemente en China e India, de los siete pilares de la sabiduría occidental, los valores e instituciones que alguna vez hicieron que Occidente despegase, supere a Asia y dominase el mundo: la economía de libre mercado, la ciencia y la tecnología, la meritocracia, el pragmatismo, una cultura de paz, el imperio de la ley y la educación. Es decir, Asia no busca dominar a Occidente, sino replicarlo. Esta tendencia, fundamentalmente positiva, pronto se manifestará también en el mundo islámico.
A pesar del clamoroso triunfo de sus ideas que el ascenso de Asia representa, Occidente no está celebrando, sino que se ha convertido en el más poderoso obstáculo para que el inevitable reordenamiento del sistema internacional se desarrolle de manera pacífica. En primer lugar, al aferrarse a su control de instituciones globales clave como el Consejo de Seguridad de la ONU, el FMI, el Banco Mundial, entre otras. En segundo lugar, al mostrarse incompetente en la gestión de desafíos mundiales clave y constituir, de hecho, la principal fuente de muchos de los problemas: sus fallidas políticas en Medio Oriente, el estancamiento de las negociaciones comerciales mundiales, los obstáculos puestos a cualquier acción efectiva frente al cambio climático y el deliberado debilitamiento del Tratado de No Proliferación Nuclear. A esto se ha sumado el estallido en los Estados Unidos de la crisis financiera global.
La consecuencia inmediata de la resistencia al cambio y de la incompetencia demostradas por Occidente, ha sido la irreversible deslegitimación de su poder:
El mayor cambio ha sido que el 88% de los habitantes del mundo, que viven fuera de Occidente, han dejado de ser objetos de la historia mundial para convertirse en sujetos. Han decidido tomar control de sus propios destinos y que éstos no sigan estando determinados por procesos globales e instituciones dominadas por Occidente. Creen que ha llegado la hora de que Occidente cese su continua dominación del globo. (p.125).
El escenario político mundial del siglo XXI se presenta, entonces, mucho más complejo que el de los siglos XIX y XX, al caracterizarse por la entrada de varias grandes potencias no-occidentales. “Las decisiones que afectan al mundo ya no pueden ser tomadas en unas cuantas capitales occidentales, cuyos parámetros culturales al analizar problemas y soluciones son esencialmente los mismos. Nuevas perspectivas culturales y políticas han entrado en escena”. (p. 224). Por lo tanto, se necesitan instituciones y nuevas reglas del juego globales que faciliten el ascenso pacífico de Asia y eventualmente el de otras regiones, para que puedan convertirse en co-partícipes responsables (responsible stakeholders) del orden internacional. En caso contrario, un siglo XXI potencialmente pacífico y próspero, se tornaría oscuro.
El ineludible proceso de reestructuración del orden mundial será muy complicado debido a que el mundo carece hoy de un líder natural: Occidente es parte del problema y Asia no está aún lista para tomar las riendas. Efectivamente, sólo hay cuatro actores internacionales con la capacidad y la autoridad histórica para proveer liderazgo global –los Estados Unidos, la Unión Europea, China e India– cuyos respectivos atributos, sin embargo, no superan a sus deficiencias. Los Estados Unidos, en primer lugar, implementaron y sostuvieron el orden internacional de posguerra del que todo el mundo se ha beneficiado, especialmente Asia. Debería ser el líder global natural. Pero hoy, como ningún otro país, se han dedicado al desmantelamiento sistemático de tal orden y se han opuesto a las reformas que renovarían su legitimidad y alargarían su vigencia. Con la preponderancia que el proteccionismo y el unilateralismo han ganado en la política doméstica norteamericana, el abismo entre los Estados Unidos y el resto del mundo parece insalvable. Europa, en segundo lugar, dominó el mundo durante casi doscientos años y ahora, completamente pacificada, constituye un modelo de organización basada en reglas, con una intrincada red de normas que regulan el comportamiento de sus miembros. Sin embargo, su influencia benéfica no se ha extendido más allá de sus fronteras, de manera más patente, ni a los Balcanes ni al norte de África. Sus políticas comerciales han tendido a favorecer a pequeños grupos de interés en su interior, pero han perjudicado a los países pobres, especialmente africanos, lo que ha agudizado el problema de la inmigración ilegal. Esto demuestra la carencia de pensamiento estratégico por parte de Europa.
La historia enseña que las potencias emergentes son capaces de proveer un liderazgo renovador. Eventualmente, China podría tomar el bastón del liderazgo global de manos de los Estados Unidos, tal como éstos lo hicieron de Gran Bretaña. En momentos como el actual, en el cual el desarrollo parece haberse estancado en partes de África, el mundo islámico y América Latina, el ascenso de China desde una pobreza abyecta a una exitosa modernización, ha sido de gran inspiración para estas regiones. Sin embargo, China carece de una visión para el mundo y ha demostrado poco interés en la creación de un nuevo orden global. Sus mayores preocupaciones siguen siendo domésticas: eliminar la pobreza rural y mantener la cohesión política y social del país en un contexto de cambios vertiginosos y desarrollo económico acelerado. También quiere evitar la posibilidad de una rivalidad abierta con los Estados Unidos. India, finalmente, posee una élite cosmopolita con estrechas conexiones con sus pares occidentales. Con la brecha cultural entre Oriente y Occidente ensanchándose, India está capacitada para retomar su rol secular como un punto de encuentro civilizacional. Sin embargo, India es con mucho la económicamente menos fuerte de las cuatro potencias nombradas y presenta el típico perfil de un país en desarrollo, con islas de modernidad en medio de enormes lagunas de pobreza. A pesar de la falta de un líder global, aún hay razones para ser optimistas sobre el futuro, con la condición de que Occidente acepte que la era de su dominio ha finalizado y esté dispuesto a trabajar de manera conjunta con Asia en la gestión pacífica, democrática y pragmática de los asuntos mundiales.