por Daniel García Sanz
Para el reconocido académico y comentarista, Fareed Zakaria, ha habido tres grandes cambios en la distribución del poder en los últimos 500 años; cambios que han transformado la política, la economía y la cultura a nivel mundial. El primero fue el ascenso de Occidente, que comenzó en el siglo XVI y se aceleró en el XVIII, y que produjo la Modernidad tal como la conocemos: ciencia y tecnología, comercio y capitalismo, las revoluciones agrícola e industrial y el prolongado dominio político de las potencias occidentales. El segundo, a finales del siglo XIX, fue el ascenso de los Estados Unidos: a lo largo del siglo pasado, este país dominó globalmente la economía, la política, la ciencia y la cultura. En los últimos veinte años, tal predominio no ha tenido rival a la vista; fenómeno sin precedentes en la historia moderna.
El tercer gran cambio es el que estamos viviendo ahora: el ascenso de los demás (the rise of the rest). Las últimas décadas se han caracterizado por inusitadas tasas de crecimiento económico, no solamente en Asia, que es sin duda la región que más atención ha concitado:
Por primera vez, estamos presenciando un crecimiento genuinamente global, lo que está creando un sistema internacional en el cual países de todas partes del mundo ya no son objetos u observadores, sino jugadores en pleno derecho. Es el nacimiento de un verdadero orden global. (p. 3)
El sistema internacional que está emergiendo promete ser muy diferente a los precedentes. Cien años atrás había un orden multipolar, caracterizado por alianzas en constante reconfiguración, rivalidades, errores de cálculo y guerras. Le siguió un orden bipolar relativamente más estable, pero proclive a generar reacciones exageradas por parte de una superpotencia frente a los movimientos de la otra. A partir de 1991 hemos vivido en un orden unipolar, en el que los Estados Unidos no han tenido contrapeso alguno y en el que la economía global se ha visto abierta y expandida de manera acelerada. Es precisamente esta apertura y expansión, al provocar una dispersión del poder entre actores estatales y no-estatales, la que está modificando la naturaleza del orden internacional una vez más.
Con excepción de lo político-militar, en las otras dimensiones del poder internacional –la industrial, financiera, educacional, social, cultural– la unipolaridad parece haber llegado a su fin. No obstante, la noción de un mundo multipolar, con cuatro o cinco jugadores con más o menos el mismo peso, no describe la realidad actual ni la del futuro cercano. Lo que mejor describe la actual configuración del sistema internacional es lo que Samuel Huntington llamó uni-multipolaridad, es decir, los Estados Unidos siguen siendo con mucho el Estado más poderoso, pero en un mundo con varias grandes potencias significativas con la capacidad y la voluntad de hacer valer su peso en los asuntos mundiales:
China e India se están convirtiendo en jugadores más importantes en sus vecindarios y más allá. Rusia ha terminado su acomodación pos-soviética y se está haciendo más enérgica, incluso agresiva. Japón, aunque no una potencia en ascenso, está ahora más abierto a presentar a sus vecinos sus puntos de vista y posiciones. Europa actúa en temas de comercio y economía con inmensa fortaleza y propósito. Brasil y México se están haciendo escuchar más en los asuntos de América Latina. Sudáfrica se ha posicionado como un líder del continente africano. Todos estos países están reclamando más espacio en la arena internacional de lo que solían hacer. (pp. 43-44)
Con otros países haciéndose más proactivos y creciendo continuamente (inclusive en términos puramente económicos), el enorme margen de maniobra del que los Estados Unidos disponían se está reduciendo. La superpotencia norteamericana está experimentando un declive relativo y, con ello, el debilitamiento de su rol hegemónico. “Con todos sus abusos de poder, los Estados Unidos han sido los creadores y sustentadores del actual orden […] orden que ha sido benigno y beneficioso para la gran mayoría de la humanidad”. Zakaria añade: “al cambiar las cosas, y al cambiar el rol de los Estados Unidos, tal orden podría empezar a fracturarse […] y resolver problemas comunes en una era de dispersión y descentralización podría tornarse más difícil sin una superpotencia”. (p. 45)
¿Cuál debería ser el rol norteamericano en un mundo pos-estadounidense? Ningún país estaría mejor dotado que los Estados Unidos para jugar un rol constructivo en el centro del nuevo orden mundial, lo que involucraría la consulta, la cooperación y el compromiso. Consistiría en ser el Estado que plantee las agendas, defina los asuntos y movilice coaliciones para enfrentar amenazas al orden y a la estabilidad internacionales, dos cuestiones que a las potencias en ascenso, a diferencia de sus antecesoras en otros momentos en la historia, les interesa preservar por sobre todas las cosas. El problema es que, más allá de este interés, las potencias en ascenso no tienen el incentivo inmediato para resolver los problemas comunes que el nuevo sistema está generando o enfrentando: fricciones nacionales, cambio climático, disputas comerciales, deterioro ambiental, pandemias, etc. “Resolver tales problemas y proveer bienes públicos globales requiere un moderador, un organizador, un líder”. (p. 244).