La plaza del Parlamento de Reikiavik tiene en verano un aspecto alegre y desenfadado, especialmente cuando luce el sol. Las terrazas de los bares se llenan y los jóvenes se tumban en la hierba frente al edificio del Parlamento y alrededor de la estatua de Jon Sigurdsson, uno de los prohombres de la independencia, que no llegó hasta 1944. Quedan lejos los días en los que la plaza fue escenario de manifestaciones contra los financieros y políticos que llevaron a Islandia a la ruina; quedan lejos los tiempos en los que los islandeses tomaron la calle y se convirtieron en un ejemplo para ciudadanos de otros países, entre ellos los indignados españoles, algunos de los cuales peregrinan ahora a Islandia como quien acude a la fuente de la revuelta.
Manifestación ante el Parlamento islandés, en Reikiavik, el 1 de octubre pasado. La pancarta dice «mata al capitalismo». (REUTERS / INGOLFUR JULIUSSON)
Lo que los islandeses califican como kreppa (catástrofe) provocó en octubre del 2008 que este pequeño país de 320.000 habitantes sufriera un colapso financiero que llevó a la quiebra a sus principales bancos y devaluó la corona hasta un 60%. De repente, el país señalado como uno de los más prósperos del mundo, una isla en la que según las encuestas vivían los ciudadanos más felices, se veía sumido en una fuerte depresión que todavía hoy arrastra.
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